Un escritor sin gato es como
un ciego sin lazarillo. (Osvaldo Soriano)
Cuando
era chica nunca tuve gatos, siempre perros porque a mi papá le gustan los
perros, pero a los dieciséis años una amiga me ofreció una gatita, hija de su
gato y de una gata callejera (¿o techera?). Cuando la gata quedó preñada la
acogió una vecina, y los gatitos nacieron en la casa que daba su fondo con la de
mi amiga.
Fui a
ver los gatitos, eran cuatro, dos negros, uno rubio y uno gris con manchas
amarillas, tenía los colores de la madre y el pelo largo del padre. A mi me
gustó el “gatito” gris de pelo largo.
La
llevé a mi casa, no recuerdo en qué, creo que en una caja. Dejé la caja sobre
la mesa y Pantera, la perra ovejero belga, se paró en dos patas para ver y
oler. El “gatito” le puso muy mala cara a la perra. Fue la primera impresión.
Cuando
mi papá vio el gatito me dijo que era una gata y que había que castrarla, a
partir de ahí se llamó Minina.
La
primera noche puse su caja a los pies de mi cama y le dije que se quedara ahí.
Yo ya estaba acostada cuando sentí un motorcito, un ruido desconocido que venía
no sé de donde. De pronto me di cuenta de que Minina hacía ese ruido y se
apoyaba sobre mi pecho. Me asusté, pensé: “La gatita me quiere atacar”. Nadie
me había dicho que los gatos ronronean cuando sienten placer, y no había
escuchado ninguno, aunque me lo hubieran dicho.
Con
mucho cuidado la saqué de mi cama y la llevé de nuevo a su caja. De nuevo salió
ronroneando con la idea de acostarse conmigo. La devolví a su caja, hasta que
entendió que tenía que quedarse ahí.
Un par
de veces la bañé, en verano, con agua fría, la sequé con toalla y ella se
peinó. No sabía que a los gatos hay que secarlos con secador y peinarlos, ésa
es la labor de una segunda madre.
Minina
era curiosa, le gustaba sentarse en el umbral de la puerta con Pantera y
conmigo a mirar los autos y la gente pasar. También le gustaba sentarse a mi
lado a mirar el agua que caía del secarropas.
Pantera,
que odiaba los gatos, la adoptó como una hija, y se angustiaba cuando Minina
andaba por la pared medianera o subía a los techos.
Minina
tenía un comedero con comida todo el día y no sabía controlarse, por eso llegó
a ser una gata obesa, y dormía en mi cama, arriba de una silla, arriba del
piano o con la perra.
Como en
mi casa había mucha gente, éramos cinco, y una perra, la gata nunca estaba sola
y no se aburría. Teníamos un patio con un arbolito donde se afilaba las uñas.
Nunca se colgó de una cortina, ni se metió en el lavarropas, ni rompió las
sillas. Cuando hacía frío y teníamos cerrada la puerta trasera ella pedía salir
para ir al patio. Cuando era chiquita mi mamá no la dejaba, y aceptaba que no
podía salir.
Después
de vivir seis años en el centro, en una casa con patio, y pasearse por los
techos de la manzana, nos mudamos a la quinta, donde había otros cinco gatos. Los
primeros días no quería salir de la habitación de mis padres, después se fue
animando, pero nunca se integró a la vida de los otros gatos.
Vio
llenarse la casa de perros, de esos perros que un día la acorralaron y la
asustaron. Yo la recogí de entre los perros, la llevé a la casa, la apoyé en el
piso y la acaricié. Cuando dejé de acariciarla murió. Y a partir de ahí mi
relación con esos perros nunca más fue la misma.