martes, 5 de julio de 2011

Los pescadores

Pesca
Ferretería

En la avenida San Martín, lejos del río, hay un negocio donde venden artículos de pesca: cañas, anzuelos, carnadas, y otras cosas de ferretería. La atiende quien supongo es el  dueño, que se toma mucho tiempo para atender, y los clientes se toman mucho tiempo para comprar. Casi todos son hombres, y además, pescadores.

–No, no es para mí. A mí me gustaría que me llamen por teléfono y me digan: “mañana a las ocho va a estar la lancha en el agua, con nafta, vos tenés que subirte y ponerla en marcha” –dice el vendedor.
–Yo quiero vender mi lanchita vieja, pero no me van a dar nada.
–No, para mí no es.
–Es modelo ochenta y uno, tiene treinta años, pero está impecable. Pero no me van a dar nada.

El vendedor enrolla unas pequeñas boyas atadas por un hilo transparente en un pedazo de telgopor, cuida que todas las boyitas le queden del mismo lado; cuando alguna no le queda bien, desenrolla parte del hilo y lo vuelve a enrollar. Tranquilo, muy tranquilo.

No me vio cuando entré, y si me vio no me saludó. El vendedor recibe de esa manera a sus clientes, silenciosamente, sólo parece darse cuenta de que están allí cuando los tiene que atender.
Cuando termina de enrollar las boyas, el cliente le pide unas pesas.

–¿De cinco?
–No, más chicas, son para la caña amarilla que me vendiste.
–Entonces de dos.

Por suerte no compra nada más y me toca a mí. Yo sólo quiero una venenosa jeringa con dulce veneno para las hormigas. El vendedor se toma su tiempo, para identificarla primero, porque tiene también para cucarachas y ratas, y para bajarla, después. También se toma su tiempo para cobrarme. No conversa conmigo, yo no soy pescadora.

Me voy, pensando que los pescadores, son pescadores siempre, no sólo cuando están sentados al lado del río con la caña. Viven en un presente perpetuo, sin pasado que los atormente, sin futuro que los espere y apure.
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