Un día de invierno, yo volvía del club en el colectivo de la línea 112, el que pasa por esa esquina a las 21:13. Me senté en un asiento de dos personas y detrás de mí escuché dos voces femeninas que hablaban. Los tonos de ambas eran tranquilos.
–Lo que
yo quiero, mamá, es poder salir a caminar, así, de noche, con frío, con las
manos en los bolsillos, sola.
–No,
Celeste, no podés.
–¿Por
qué no puedo?
–Porque
no estás bien. Cuando estés mejor sí, pero ahora no.
–¿Y
quién dice que no estoy bien?
–Se te
nota que no estás bien.
-Vos no
me ves bien, pero yo estoy bien, y sólo quiero eso, salir a caminar, de noche,
con las manos en los bolsillos.
–No,
Celeste, no estás fuerte para hacer eso, no, no podés.
–Pero
es eso nada más.
–No,
no, vos tenés que ir al psicólogo. Todos tenemos que ir al psicólogo.
–Mamá,
yo sé que lo querés mucho a papá, que es tu marido, pero dejá de hincharle las
bolas, él no quiere ir.
–Él
también necesita ir, lo hincho porque lo necesita, todos lo necesitamos, yo
también.
–¿Vos
también vas a ir?
–Todos
vamos a ir, Celeste, toda la familia, todos necesitamos el psicólogo.
Cuando
me bajé pasé por su lado. Celeste era una chica de unos diecisiete años, de
cabello oscuro y vestida de negro. Al lado, su madre, también de cabello oscuro
y vestida de negro. Los accesorios plateados de ambas me parecieron de estética
dark.
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