viernes, 21 de diciembre de 2007

Granizo en Rosario


Dicen que el cielo se oscureció súbitamente. No lo noté enseguida. A mí se me reveló con un portazo en la puerta del living debido a que el fuerte viento abrió la ventana y empujó la puerta hasta cerrarla con un ruido seco.

Recuerdo que no supe, en un primer momento, a qué se debía el ruido, creí que se había caído una sartén colgada sobre la mesada. Por eso busqué el desastre primero en la cocina, después en el lavadero y en el baño, hasta que me di cuenta de que la puerta, siempre abierta, estaba cerrada.

Entré y el viento me quiso empujar. Cerré los vidrios de las ventanas, les puse las trabas y bajé las persianas. Hice lo mismo con las otras ventanas, las del escritorio paralelo. Sentía cómo el viento, que apareció de golpe en esa tarde soleada me ofrecía resistencia, empujaba las persianas, quería entrar. Desenchufé rápidamente el televisor y la computadora, como hacemos siempre que hay tormenta, y por precaución apagué las luces.

La tormenta primaveral que se anunciaba, esa tarde de noviembre, no llegó con la esperada lluvia. Grandes piedras de granizo comenzaron a golpear violentamente contra las dos ventanas y la puerta de calle.

Me asusté por el ruido, por la violencia del ataque, por la soledad, vos viajando, volviendo a casa desde Buenos Aires.

Soporté, lo mejor que pude, en la soledad y la oscuridad de la casa esa batalla que se producía afuera, que me tiroteaba sin importarle mi indefensión ni inferioridad numérica.

El sonido de un golpe fuerte y un vidrio roto me señaló una baja, una rotura, la del vidrio de la puerta. Los proyectiles comenzaron a entrar a la casa. La ofensiva duró unos quince minutos.

Vos, en el colectivo, ibas escuchando a los otros pasajeros que hablaban por sus celulares de las noticias del granizo en Rosario, por eso no te sorprendió mi abrazo apretado y necesitado de tu protección, ni las calles y las veredas cubiertas de ramas, hojas, pájaros muertos y vidrios rotos, ni el agujero en nuestra puerta.

sábado, 15 de diciembre de 2007

El clásico y el cuidacoches


A Athos

Aquella tarde del clásico rosarino de 2004 fue inolvidable por muchas cosas. La más importante de todas es porque vos, mi amor, llegaste de viaje desde Salta con tu famoso baúl que dio la vuelta al mundo.

La otra es que yo nunca había vivido antes en Rosario y en mi ciudad, Paraná, no había fútbol y quizás, tampoco habría sido lo mismo vivir en Rosario pero no en Arroyito, a pocas cuadras de la cancha de Rosario Central.

Ese día yo me había bañado con agua fría, a pesar del frío del 22 de agosto, por falta de agua caliente, o de gas, que para mí es lo mismo.

Apenas puse un pie afuera del departamento escuché a Raquel, nuestra vecina, que abría su puerta, pasaba, decía algo, no sé si a ella, a mí, a nadie: “Ay, casi me olvido. Hoy hay partido, se juega el clásico. No hay que salir porque se arma lío y te lleva la policía.” Ahí recién pareció darse cuenta de mi presencia y me preguntó: “¿Vas a tomar el colectivo?” Y yo, no, voy a tomar sol aquí enfrente porque tengo frío. Y ella: “Bueno, no salgas porque se arma lío y te lleva la policía sin preguntarte nada.”

Yo me senté en lo que podría llamarse el jardincito de la estación de servicio, llevaba un libro. Casi enseguida llegaron, o tal vez ya estaban antes que yo, dos hombres que cuidan autos cuando hay partido y otros espectáculos públicos. Se dividieron esta corta cuadra de nuestra casa en dos mitades. El joven no me prestó ninguna atención; el maduro, morocho y algo gordo, se acercó a mí.

Me preguntó si yo estaba tomando sol. Le dije que sí. También me preguntó si vivía cerca de aquí y si vivía sola. Le contesté que sí vivía cerca, pero que no vivía sola, sino con mi marido. Mientras él alternaba su trabajo –indicar a los conductores dónde y cómo estacionar, y esperar recompensa por su trabajo- con su ¿diálogo conmigo? me contó varias cosas que pude ordenar así: me contó que era tucumano, su nombre era Mariano, y que había venido a Rosario en el 72, porque su mujer era rosarina. Había tenido dos hijos. Una hija que, según me relató “le faltaba un año para recibirse de corte y confección, -yo le iba a comprar la máquina- pero le agarró la calentura y ahora tiene un pendejo”. Su yerno, el padre del nene, es maestro mayor de obras y su hija recibe los $150 del Plan jefas y jefes de hogar. Y también me contó que tiene otro hijo de diecisiete años que parece que es el bueno, “estudia, tiene muy buenas notas y le gusta estudiar y trabaja”. Pero no sabía que iba a seguir estudiando.

Debo haberle hecho algún gesto de que la conducta de su hija no era censurable, porque me dijo que él también –no sé si perdió el trabajo y un ascenso en la policía- por irse con una paraguaya al Paraguay.

También me dijo en qué calles trabajaba en la cancha de Newells, y que en una tarde ganaba entre $50 y $60.

Tal vez, a cambio de sus confidencias, me dio consejos acerca de mi vida en pareja. Quizás por mi falta de anillo, ya que yo dije claramente que vivía con mi “marido”, me volvió a preguntar: “¿sos juntada?” Le dije que sí, sin sorpresas. Me recomendó que me cuidara, porque hay hombres que “viven a las mujeres”, lo cual alcancé a entender es que ellos viven de los recursos económicos de sus mujeres (me admiró su representación de las parejas que conocería).

Me preguntó mi edad, le dije que treinta y uno, y me dijo: “ah, vos ya conocés la vida”, se ve que tranquilizado. Y ahí me vine al departamento porque empezó a llenarse de autos, mientras me preguntaba: ¿yo conozco la vida?, ¿qué vida? La mía, o al menos, la que sirve en mi mundo, y no en del cuidador de autos.

No salí más por varias horas.

Cuando abriste la puerta comenzaron a oírse los gritos de la cancha.

viernes, 14 de diciembre de 2007

El colectivo misterioso


Esa tarde volvíamos del centro para nuestra casa en el barrio de Arroyito. Habíamos ido a un almuerzo más o menos oficial y estábamos cansados. Tal vez nuestro cansancio sería la causa de que nos hubiéramos aventurado a tomar un colectivo lleno.

Ascendimos y me paré en un lugar vacío, junto a un asiento. A pesar de que había mucha gente nadie había elegido pararse ahí. No soy muy alta y prefiero sostenerme de un asiento, antes que hacerlo del pasamano superior.

Miré por la ventanilla la ciudad que se movía. Sólo después observé al pasajero que ocupaba el asiento. Era pelado y una cicatriz le cruzaba la cara. Noté, no sin alarma, que en todos sus rasgos se parecía a Freddy Krueger. Me dije que no podía ser y lo miré nuevamente, sí, el parecido era asombroso.

Supongo que fue por el pasajero Krueger que no advertí lo más notable: un grupo grande de hinchas de Rosario Central, con camisetas, gorros y banderas, cantando, nos iba a acompañar en nuestro viaje. Yo me puse un poco nerviosa. No me gustaba la idea de viajar en compañía de la barrabrava. Sí, sabía que no me iban a atacar si yo no les hacía nada, si los ignoraba o si los miraba con simpatía, compartiendo el fervor por el mismo equipo.

Todo eso me causaba mucha inquietud, ¡en un mismo colectivo con Freddy Krueger y la barrabrava de Central! El nerviosismo me impedía concentrarme en nada más que en ellos, pero, a pesar de todo, llegué a oír a una señora que preguntó:

— Chofer, ¿va hasta la curva de la muerte?

No me interesó tu explicación sobre la denominada “curva de la muerte”. No quise escuchar más. Resistí lo mejor que pude el viaje, y respiré cuando nos bajamos sanos y salvos.

Desde ese día no subo más a los colectivos llenos. En esta ciudad uno no sabe con quiénes se puede encontrar.
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