miércoles, 26 de marzo de 2008

Los rosarinos




Los rosarinos no son tímidos y se desviven por conversar. La amabilidad y capacidad comunicativa que poseen se deben, según mis observaciones, a la gran masa de italianos que pobló Rosario y dejó sus costumbres. Como no son tímidos para ayudar a un desconocido en la calle, tampoco son tímidos para pelearse con conocidos o desconocidos en la calle.

Galletitas

Un día fuimos al supermercado La Reina y no encontramos las galletitas que queríamos: crackers tost. Por eso le preguntamos a una empleada, que estaba muy callada detrás de un mostrador de panadería, dónde estaban estas galletitas.

La empleada nos dijo: “No las hacen más porque a Bagley lo compró Arcor. Acá viene un representante de Arcor que me dijo. Este mismo hombre que un día vino a comprar pizzas porque la hija estaba haciendo una reunión con unos amigos. No en la casa de él, sino en la casa del padre de él, que tiene una casa muy grande en Avenida del Rosario; una casa enorme, con pileta y jardín. Él dijo que la hija iba a invitar a veinte chicos entonces me preguntó cuántas pizzas tenía que llevar. Yo le dije que con diez estaba bien, media pizza por chico. Pero él para asegurarse de que la hija le había dicho bien que eran veinte la llamó por el celular y ella le dijo que no eran veinte invitados, sino sesenta, así que terminó llevándose treinta pizzas.”

Electricista

Otro día buscábamos en el barrio de Arroyito, un electricista para arreglar un electrodoméstico. Encontramos en la puerta de una casa a una mujer que nos respondió: “¿Electricista? No conozco a ninguno ahora. Al que sí conocía era a un viejito que ahora no trabaja más, se jubiló, muy buen electricista y excelente persona. Y también hay acá a la vuelta un carpintero que no trabaja más, también, excelente carpintero. Así que no sé, pero si quiere le puedo recomendar un gasista, ¿necesita un gasista?, acá en la otra cuadra hay uno”.

Voces elevadas

Estaba sola en el departamento de Arroyito cuando me distrajeron unos gritos que venían de la calle. No exactamente de la calle, sino de otro de los monoambientes de la planta baja con puerta a la calle, uno de los más alejados del mío.

Un joven, menor de treinta años, le gritaba a su pareja:

—¿Se puede saber por qué cada vez que llego me recibís con esa cara de orto? Mirate, tenés una cara de orto que no puede ser. Decime, ¿me querés decir qué es lo que te pasa? Yo hago de todo para que vos estés contenta, y mirate. Pero si acá estamos bien, no nos jode nadie, ni tu familia ni la mía, ¿qué más querés? ¿No podés hacer un esfuerzo y recibirme bien?

No pude oír qué le contestaba ella. La chica hablaba en voz baja, o hablaba y sollozaba sin gritar.

Al día siguiente ella se fue. Después llegué a verlo muchas veces con sus amigos en el departamento, con la puerta abierta, tomando cerveza y mirando televisión.
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